Soñando

Me encontraba frente a mi cama, rodeado de la oscuridad del cuarto, observando mi propio cuerpo acostado junto a mi gato. ¿Qué está ocurriendo?, me pregunté. Me di cuenta de que estuve soñando con un bosque por el cual corría, y mientras esto pasaba, tuve la sensación de despertar; pero mi cuerpo no despertó, o al menos así parecía. Tal vez sigo soñando, pensé, solo que al tratar de comprobarlo con el típico pellizco, mi mano no pudo tocar mi brazo. ¿Y si debo pellizcar el brazo de mi cuerpo acostado? Lo intenté y el resultado fue el mismo. ¿Estaría muerto? Agucé el oído tratando de escuchar mi respiración, mas no identificaba si era mía o del gato. Me incliné y entre la penumbra distinguí el suave movimiento de las cobijas. Lancé un mudo suspiro de alivio.

   ¿Qué podía hacer para entrar de nuevo en mi cuerpo? Busqué la solución, pero las ideas no llegaban, mi mente estaba en blanco; de hecho, ni siquiera sabía dónde estaba, si fuera de mi cuerpo o soñando con él. Me veía dormido y no podía creer que a la vez estuviese despierto. Tenía que regresar a mi cuerpo. Recordé la escena de una película en la que el protagonista se acostaba sobre un cuerpo para poseerlo. ¿Porqué no? Me subí a la cama, fijándome dónde poner cada miembro, y acoplarlo en la misma postura. Cerré los ojos y me concentré en la fusión.

   Al abrirlos, a mi lado observé una figura negra. Esperé inmóvil hasta acostumbrarme a la oscuridad. Era mi tenis, junto a una calceta. Alcé la mirada y se detuvo en los resortes del tambor. Levanté la mano para tocarlos, pero esta siguió de largo entre el colchón. ¡Ah cabrón!, grité sin perturbar el silencio del lugar. Me levanté; ahora mi cuerpo estaba bocabajo, el gato sobre las piernas.

   Tal vez si lograba despertar a mi cuerpo, todo regresaría a la normalidad, debía encontrar la manera: haciendo ruido, tirando algo como el reloj o la lampara. Fue en vano. Corrí por toda la habitación, agitando los brazos pero sin lograr la más leve brisa… ¡Argos! Si lograra despertar a mi gato, éste me arañaría como siempre. Me acerqué al animal, emitiendo todos los sonidos que se me ocurrieron; soplé en su oreja sin lograr moverle un pelo, traté de tocarlo, sacudirlo, golpearlo, arañarlo, hasta se la menté, y Argos, tan sólo suspiró.

   Todo era inútil, no se me ocurría nada más. Quedaría vagando por toda la eternidad, entrando en los sueños de los demás, acaso volviéndome su protagonista, o errando como

 fantasma en el mundo de los despiertos. ¿Así serían los fantasmas? Personas que no estaban muertas, sino dormidas, y que ya sin su cuerpo, quedaban varadas en el mismo sitio que yo. No, no podía ocurrirme tal cosa, tarde o temprano tenía que despertar. Sí, eso era, solo debía esperar a que mi madre me despertara. Miré el reloj: las cinco. Faltaba hora y media para levantarme a trabajar. No había por qua preocuparse. Me acosté a mi lado y cerré los ojos; mientras, pensaba que todo era un mal sueño, que en realidad estuve dormido todo el tiempo, y que al despertar todo terminaría.

   Escuché la voz de mi madre que me hablaba, y me incorporé recordando el extraño sueño. Mientras me despabilaba, sentí un gran deseo de tomar leche tibia. ¡Roberto, apúrate, se hace tarde! volví a escuchar. Deje de lamerme los bigotes y contesté con un leve maullido.

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Antonio de Villa

Antonio de Villa

Ingeniero de sistemas en desuso, pensador de temas inútiles, artista recurrente, fotógrafo persistente, diseñador web por gusto, escritor en momentos de desvarío, ermitaño, huraño, solitario, con matices de cascarrabias, amante del arte y la cultura, la música y el café.

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